Escritos de mi memoria: Mi aventura con urgencias, por Carmen Tomás Asensio - Junio 2012




Mi aventura con urgencias
2º premio 2012 asociación amigos de nau gran, valencia, España
De Carmen Tomás Asensio






Llevaba un par de días con dolor en el hombro y brazo izquierdo. No le daba demasiada importancia. Tengo artrosis y dolores en varias articulaciones, con cierta regularidad.

Se me pasaría. Algún analgésico, la almohadilla eléctrica, descanso,... Así lo iba controlando. El jueves, por la noche, se me agudizó el dolor. Dormí solo a ratos, pero no me preocupó demasiado.

Al levantarme, el viernes, el dolor se había extendido hasta el codo, pero como era el brazo izquierdo y soy diestra, no me producía problemas de movilidad. Tenía el brazo derecho a pleno rendimiento.

Me tomé un Termalgín y me fui a la facultad.

No había motivo para perdérsela. Me resulta amena y la disfruto.


Durante la clase, el dolor empezó a hacerse cada vez más intenso. Y sobro todo,  me preocuparon los pinchazos y la sensación de opresión, hacia el costado.

Pensé –En cuanto salga de aquí, me voy a urgencias. Llevo la cartilla del Seguro. No hay problema-.

A las 13 h. estaba rellenando los impresos necesarios para que me viese un doctor.

Me toman todos los datos habidos y por haber. Entre ellos, la dirección y el teléfono y es esto, a las 15’30 horas, lo que me mantiene aún aquí.

Me han puesto una bata, sentado en una silla de ruedas y enchufada a un gotero. ¿Cómo podría irme? Tienen mis datos. TODOS, y estoy desnuda.
El gotero debe ser para el dolor.

La bata, abrochada detrás con dos lazos, me deja ridículamente disfrazada y acabo con frío. Me he puesto un jersey al cuello, después de rescatarlo de una bolsa de plástico negro, de las de basura, donde me han metido mi ropa y demás pertenencias.

Aprovecho la libreta y el boli que llevaba en el bolso, para tomar estas notas recordatorias.

En la sala en que me tienen aparcada, muchos enfermos más, con la misma pinta y ropajes. Todos colgados de las perchas que sostienen los goteros, con los que nos tienen inmovilizados. Todos con cara de susto, o de dolor o de mal genio.

Yo creo que soy la única que me lo tomo con un poco de humor. Aunque a estas horas ya estoy muerta de hambre.

Aquí estoy tomando notas de lo que veo y siento. Intentando que las horas que pasan parezcan más rápidas.

Apenas tres horas antes, yo había entrado en el edificio, vestida, peinada y con aspecto normal, (a pesar del dolor). Ahora soy una más, en el bosque de sillas de ruedas, camillas y soportes de goteros. Con el estómago lleno de ruidos y convertida en una anciana temblorosa y desvalida, que no sabe cómo, ni cuando, terminará esta revisión.

Además, yo estoy sola, por propia decisión, pues al venir creía que me harían una radiografía rápida y a casa.

Esto no funciona así. Hay que armarse de paciencia.

Casi todos mis compañeros de fatigas tienen uno, o dos, acompañantes. Aunque un letrero indica sólo un acompañante. Llevan una pegatina que dice familiares.

A mí me han preguntado, por todo el trayecto, -¿Viene usted sola? – Parece que soy un bicho raro.

Mayoría de mujeres en la sala de almacenaje.

No sé si es porque somos más quejicas, más débiles o más responsables. - ¿Habrá salas sólo de hombres?-

-¿Quién podrá ser la más guapa, la más elegante en este lugar?- Todas uniformadas de azul, con batas estrechas que no sabes por donde estirar, para que te tapen lo más posible.

La bolsa de plástico negro, que ya nombré, tiene tus pertenencias y tu dignidad y la esperanza de que, después del reconocimiento, te llamen para decirte que “no es nada”, como les vamos deseando a las enfermas que se llevan para nuevas pruebas médicas.

Me cambian el gotero y me ponen otro más grande, con lo que mi esperanza de salir pronto se desvanece.

Al rato me llevan para hacerme un montón de radiografías. Vuelta a conectar el gotero y a dejarme en la sala del principio.

Para entonces, mi estomago hace ruidos escandalosos. Como a casi todos los enfermos les pasa algo parecido y yo acompaño con carraspeos los sonidos más fuertes, puedo pasar más desapercibida.

En menudo fregado me he metido. Sólo porque tenía una ligera preocupación, con el dolor de mi brazo. ¡Con lo bien que estaría yo, en mi casa, en mi sofá, con la almohadilla eléctrica en el hombro! Habiendo tomado un buen plato de hervido que ya tenía preparado.

Siguen pruebas. Analíticas ¿por eso el ayuno? Gotero, electrocardiograma, otro gotero...

Me da vergüenza estar aquí. Entre tantas personas que están peores, o así parece, que yo.

En lo único que les gano es en el desamparo que siento al estar sola, ahora me doy cuenta.

Todo el mundo tiene acompañantes. Demasiados. Ha tenido que venir un vigilante a despachar a unos cuantos. Por el ruido que hacían y lo cargado que estaba el ambiente de la sala.

Yo, como estoy sola no tengo a nadie que pregunte (a quien corresponda) como van mis asuntos médicos, el resultado de tantas pruebas como ya me han hecho y sobre todo, cuándo me mandan a casa.

No tenía yo previsto este retraso y las complicaciones que se podrían originar. Creía inocentemente, que me mandaban a casa en un plis-plás.
Resultado final de tanto ajetreo: Tengo una inflamación de “no sé qué” y debo de tomar un montón de remedios, cuidados y, después, rehabilitación.
Salí de urgencias a las 20 horas.

Me fui directa a la cafetería. Un café con leche con rosquilletas me dio fuerzas para llegar a casa.

Descansé, cené, dormí bien.

Una experiencia nueva.

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