Temas e ideas - El final del laberinto Ancrugon - Enero 2012


El mito es el recurso que los pueblos primitivos utilizaban para explicar aquellos fenómenos sobre los que sus razones no llegaban a encontrar una solución satisfactoria, por ello, toda cultura, tanto las desaparecidas, como las existentes, poseen una rica mitología cuyas peripecias y avatares intentan ilustrar los puntos más insondables de la naturaleza y de la vida. Después llegaron la filosofía y la ciencia…
Una de las antiguas culturas, precursora de lo que ahora somos los estados occidentales, surgida en el Mediterráneo oriental sobre una pléyade de profundos valles, estrechas penínsulas y escarpadas islas, creó una rica colección de dioses, semidioses, héroes y demás que han dado un rico filón temático a la literatura de todos los tiempos. Me refiero, como seguramente ya sabréis, a la cultura helénica o griega.
Los reinos y estados griegos, divididos y enfrentados entre sí, medraron al ritmo en que crecía su comercio, y se hicieron ricos y poderosos creando una liga colonial que les hacía más prósperos y pujantes, hasta que un líder, héroe o loco, que poco importa en estos casos, los unificó para conseguir el imperio más colosal jamás conocido hasta entonces, éste no era otro que Alejandro Magno.
Pero la historia que nos importa comenzó mucho antes, allá por el año 1600 a. C. más o menos, y lo hizo en la isla más grande y más sureña de toda Grecia, Creta. En ella apareció una exuberante cultura, llamada minoica, que construyó palacios espectaculares y murallas colosales en su capital, Cnosos, y que se sustentaba del control comercial del mar Egeo y sus contactos con las civilizaciones egipcias, mesopotámicas, asirias y demás pueblos de aquella zona quienes se habían adentrado bastante en la Edad de Bronce atisbando nuevos y fascinantes horizontes.
El rey más importante de aquella época, el cual dio nombre a tal cultura, se llamaba Minos y no destacaba el hombre por su dulzura, bondad y comprensión, muestra de lo cual la dio al pedir al dios de los mares, Poseidón, que le echase una mano en la disputa por el trono que tenía con sus hermanos Radamantis y Sarpedón, hijos los tres de los dioses Zeus y Europa, nada menos. Poseidón le entregó para ayudarle un enorme toro blanco que hizo salir del mar, pero con la condición que, una vez conseguida su meta, lo sacrificase para devolvérselo a la deidad. El animalito hizo su trabajo y Minos fue proclamado rey de Creta, sin embargo, viendo los poderes de la bestia, decidió quedárselo e inmolar otro toro en su lugar. Pero no coló el engaño y Poseidón, bastante enfadado, hizo que la reina Psifae, esposa de Minos, se enamorase del bicho y engendrase un vástago de él.
La criatura nacida de tan antinatural conjunción no podía ser otra cosa que monstruosa y así llegó al mundo un ser con cuerpo de hombre, cabeza de toro, de fuerza pasmosa y devorador de carne humana que fue aterrorizando a todos los habitantes de la capital. A medida que crecía aumentaban también los problemas, por lo que Minos le encargó al arquitecto de moda Dédalo, que construyese un lugar donde poder encerrar al chiquillo. Dédalo levantó el laberinto más grande y complicado jamás construido y a su interior fue llevado el monstruo. Pero también el constructor y su hijo, Ícaro, no por ahorrarse el pago de la construcción, sino para que no revelase a nadie el camino correcto para salir del laberinto. Sin embargo, Dédalo era un hombre de recursos y, utilizando plumas de aves y cera de las abejas, construyó alas con las que escapar volando, aunque antes le aconsejó a su hijo que no lo hiciera ni demasiado alto, porque el sol derretiría la cera, ni demasiado bajo, porque la humedad del mar la quebraría. Ícaro, cuando se vio libre por el aire, se llenó de euforia y se olvido de las recomendaciones del padre. Subió, subió y subió, hasta que las plumas se desprendieron y se precipitó al mar.
Por aquellos tiempos, llegó a la isla la noticia de que Androgeo, un hijo del rey, había sido asesinado en Atenas. Esto, como es comprensible, enfureció a Minos quien no tardó en declarar la guerra a esa ciudad, a la cual derrotó con bastante facilidad, obligándole a firmar varias condiciones para la rendición, entre las que se encontraba el tributo consistente en entregar, cada año, siete doncellas y siete muchachos para que fueran devorados por el Minotauro dentro de su laberinto.
Dos años llevaban ya pagando tal tributo, cuando Teseo, hijo de Egeo, rey de Atenas, se ofreció voluntario para formar parte del envío e intentar liberar a los suyos de tan horrible impuesto matando a la bestia. Y ocurrió que, al llegar a Cnosos, fue visto por Ariadna, hija de Minos, la cual se enamoró locamente del muchacho. Éste, ante tan inesperada circunstancia, supo aprovecharse de los sentimientos de la princesa y la convenció para que le ayudase en su empresa. Ariadna le entregó un ovillo de hilo y un puñal. Cuando
Teseo fue llevado, junto con los otros jóvenes, al laberinto, fue desovillando el hilo a medida que se adentraba por los pasillos, dio muerte al Minotauro y volvió a salir recorriendo a la inversa el camino marcado por el cordón.
Teseo y los suyos embarcaron de vuelta hacia Atenas acompañados de Ariadna, a quien, en agradecimiento, la abandonaron en una isla desierta. Sin embargo tuvo suerte, pues el dios Dioniso, que se estaba dando un paseo por allí, la descubrió dormida, se enamoró de ella, y la desposó… Bonito final feliz…
Por su parte, Teseo viajó hacia su ciudad llevando velas negras para que los piratas u otros enemigos no se acercasen al barco, sin embargo, al aproximarse al puerto de Atenas, se olvidó de cambiarlas por las blancas y su padre, Egeo, creyendo que había muerto, se suicidó arrojándose al mar, el cual lleva su nombre. Así que fue proclamado rey y años más tarde se casó con Fedra que, cosas de la vida, era hermana de Ariadna…
Como podemos comprobar, toda esta historia es en sí un laberinto donde sus personajes tienen diferentes opciones y eligen una u otra según su libre albedrío. Unas veces aciertan y otras se equivocan… Además, podemos apreciar  todo un catálogo de virtudes y miserias humanas que conducían a los personajes a recibir premios o castigos… Esta era una de las finalidades de la mitología, antecesora de la filosofía, la de enseñar a los hombres lo bueno y lo malo que todos llevamos dentro.
Así mismo, se puede observar que siempre que tomamos una decisión nos conduce a tener que tomar otras, las cuales acarrean una serie de consecuencias que de otra manera no se habrían dado, por lo que todo en la vida de cada ser esta enlazado como una red de causalidades pudiendo decirse que estamos encerrados en un laberinto eterno. El final del laberinto es la liberación absoluta. Hacia esa luz caminamos desde que nacemos por pasadizos entrelazados, calles sin salida y múltiples puertas que debemos traspasar en una elección personal e ineludible, evitando los encuentros peligrosos con nuestro Asterión personal, porque el laberinto no es una construcción material, palpable, invulnerable… el laberinto es simplemente, y nada menos, que una extensión de nuestro propio ser y, por lo tanto, sólo será destruido con nuestra propia devastación.



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