Reflexiones en la bisagra - Las mañanitas del rey joan - Vicent M.B.



-Con pastillita?
Así suele cerrarse mi primera ronda de diálogo con el camarero de l'Antic. L'Antic -el antiguo- es un café situado en el único sitio donde puedes estar si quieres que te tomen en serio en Barcelona: un chaflán. En cierto modo, es un chaflán burgués, pero no uno de esos anodinos de la alta sociedad catalana. No está en Muntaner con Diputació, o cualquiera de esos cruces de l'Eixample que remiten a la señora Montserrat de Laca Nelly volviendo de misa con La Vanguardia, o a sus nietas con pelo alisado, pendientes de perlas y habilidades feladoras cambiantes.
L'Antic está en Gran de Sant Andreu con la rambla de l'Onze de Setembre, en el distrito de Sant Andreu. Para ubicar a los poco habituales, se puede resumir diciendo que allá, en el límite de la ciudad, el Besós deja este barrio a un lado para abrir Santa Coloma de Gramenet en la otra orilla. Sant Andreu es, pues, uno de esos pueblos que con el advenimiento del siglo XX pasaron a formar parte de Barcelona, pero que todavía conserva un trazado y un sabor genuinos. No es que lo haya elegido como campo base cuando voy de correrías por el norte por eso, simplemente tengo allí un buen amigo. Pero me gusta el barrio. Y me gusta especialmente l'Antic.
Y supongo que me gusta porque, en general, me gustan los cafetines. Por ejemplo, una de las cosas que aprecio de Madrid, aun a costa de caer de lleno en el tópico, es el toque castizo de sus bares. Parece que durante los años 90, especialmente de cara al final de la década, hubo una epidemia de tontería y se decidió lavar la cara a la mayoría de bares de la piel de toro. Así, desaparecieron muchísimas barras de acero, armarios con cámaras refrigeradoras, alicatados psicodélicos y toda esa parafernalia propia de los locales abiertos en los años 60. Obviamente, los granitos y maderas de pino que los sustituyeron han caído ahora en la decadencia estética que vinieron a abolir. Sin embargo, cuando empecé a frecuentar Madrid descubrí con agrado que parecía que el tiempo se había detenido en muchos sitios, y allí estaban esos garitos de casticismo rancio en los cuales me siento tan a gusto. Barcelona, una ciudad toda diseño, barrió con mayor empeño una estética tan de la época franquista, aunque todavía quedan lugares donde uno puede tomarse un carajillo de Ron Pujol por donde no ha pasado un albañil en 50 años: solo hay que acercarse al Raval, pongamos por caso, y preguntar por el bar donde Peret va a jugar la partida. Con todo y con eso, me parecen mucho más definitorios del espíritu catalán los padres de estos bares. Los de la generación anterior. Los abiertos con la Generalitat republicana, algunos de los cuales, aprovechando el juancarlismo, sacaron de detrás de las falsas paredes las licencias de apertura fechadas en el 32 o el 35 para enmarcarlas y exhibirlas con orgullo. Muchas veces son sedes de coros de barrio, círculos cívicos o centros excursionistas, lo que por Valencia se han llamado toda la vida Casinos, con sus techos altos y sus columnas de acero pintadas de negro. Pero también quedan todavía cafetines, la mayoría con una puerta de madera con tirador de latón que intenta alardear de un modernismo popular, como un Gaudí de barrio. 

Reunir todos estos elementos estéticos, incluido un piano, sería razón de sobra para hacerse asiduo de cualquier local. Pero además, l'Antic cuenta con un activo añadido: el señor Joan. Dueño del local, y con un par de apellidos de esa catalanidad sonora que evoca a tiempos del Conde Borrell, el señor Joan es un viejo ácrata (ojo, no ácrata viejo) que ronda los 60 años. Un hombre apuesto, con media sonrisa cálida y socarrona tras su barba, canosa y siempre perfectamente recortada, y que yergue más de 180 centímetros muy bien conservados dentro de su camisa de cuadros y su delantal. Su madre ya le amamantó allí mismo, y tantos años detrás de la barra le han conferido un olfato excepcional para el trato con las personas. Yo mismo sigo maravillándome de su destreza. Acostumbrado a verme por allí, fui yo quien un día, en lugar de esperar a un par de amigos sentado en una mesa, me acodé con la cerveza en la barra atónito por lo que escupían los altavoces.
-Este que suena es Tom Waits, no?
Me respondió lacónicamente, como correspondía a los que no éramos tan habituales de su negocio, pero después de despachar tres medianas de cerveza en una mesa de mármol se puso, como quien no quiere la cosa, a fregar justo delante de mí. Y mientras miraba las copas secadas al trasluz empezó a hablarme del genio americano. Supongo que a partir de ese día se sintió legitimado para llamarme por mi nombre y preguntarme por mis cosas cuando iba allí por las tardes. Sin embargo, cuando desplegaba toda su maestría, era por las mañanas. Muy de mañana, de hecho.
Cuando pasaba por allí acompañado, de hecho.
Creo que la primera vez que lo hice fue un uno de enero. Tras encamar con una francesita que había venido a pasar la nochevieja, decidí ejercer de galán mediterráneo e invitarla a desayunar. Y me pareció que la mejor manera de dejar a la niña con un sabor de boca deliciosamente barcelonés era llevarla a l'Antic. La estampa de camisas por fuera, vestidos arrugados y maquillaje corrido era ya bastante definitoria, pero aun así, mientras se giraba para preparar la comanda, el señor Joan musitó por lo bajo:
 -Vas a casa o vienes de allí?
            Con esa peculiar sensación de tener tan embotado el cerebro como los cojones, no supe reaccionar, así que unos segundos más tarde se giró con el brazo de la cafetera en la mano, me miró y levantó las cejas interrogante.
 -Vengo, vengo.
En principio me pareció una intromisión, justo en una época en la que empezaba a valorar la discreción en el trato tras unos años de boato y alarde. Sin embargo, gracias a que seguí fiel a los desayunos acompañado en l'Antic, pude descubrir que se trataba de una estrategia bien urdida: tú podías pedir lo que quisieras, que el señor Joan te servía lo que él creía oportuno, dependiendo de si ya habías consumado con la señorita de tu izquierda o, por el contrario, todavía estabas en el camino hacia el sexo. El café con leche más cargado o menos; un croissant o una tostada con jamón recién cortado; un zumo o un chupito de whisky. Y, como por arte de magia, aquel brujo con delantal siempre conseguía que, 20 minutos después, te sintieras con fuerzas para acometer sexualmente a tu acompañante o, cuando correspondía, acabaras de mecerte en una agradable calma postcoital. Y siempre, siempre, eligiendo la música con un gusto y una capacidad de acierto inigualable. El señor Joan ha pinchado para mí a Stan Getz, a Pascal Comelade, el Kind of Blue de Miles Davis, a Jacques Brel o a Bobby Womack. Incluso, en una ocasión tremendamente bizarra por razones que no vienen al caso, me regaló el Temptation de nuestro admirado Waits.


Para los días en los que, en lugar de aparecer con acompañante femenina al alba llegábamos un grupo de zanguangos obscenamente borrachos pasadas las nueve de la mañana, prefería poner a todo volumen Els Segadors o La Santa Espina antes de prepararnos un almuerzo de tenedor, como dicen por allí, a base de butifarra y alubias salteadas.
Pero el golpe maestro, ese con el que demostraba toda su sabiduría, se daba los días en los que llegaba del brazo de alguna señorita especial, ya fuera por guapa, escultural, voluptuosa o fuera de las horquillas de edad que por ética o por pudor me corresponderían. Entonces, al ir a pagar, me despachaba como avergonzado que no tenía cambio, que volviera después.
-Yo tengo monedas -argumentaba alguna despistada.
-No, no, tranquilos, ya vienes tú cuando te venga bien.
Así que, después de dejar a la interfecta en el taxi o la estación de metro, vuelvo a pagarle. Y el señor Joan no pregunta nada, solamente me sirve lo que cree oportuno, desde otro café a un copazo y contempla satisfecho mi sonrisa complacida. Porque él sabe que, a partir de cierto grado de madurez, lo que realmente te reconforta no es contar con detalle tus experiencias, sino compartir su simple existencia con alguien de confianza. Y yo al señor Joan, a esas alturas de la mañana, no le tengo que explicar nada que no haya interpretado de mi gesto o de mis movimientos un poco antes en la mesa. Porque él ya lo ha visto todo en esta vida. Porque sabe interpretar perfectamente a cada alma que entra en su casa. Por eso mismo, hay días en los que pregunta.
-Con pastillita?
Y, al lado del café con leche, en lugar de una chocolatina, me deja un paracetamol de 600.

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