El sueño de un viajante - Capítulo I - Antonio García Hernández - Febrero 2012



El sueño de un viajante
Capítulo i
Antonio García Hernández - Febrero 2012


La doctora Manuela Gracia caminó con paso firme a lo largo del escenario hasta llegar al atril. Lo agarró con ambas manos y miró al público, triunfal y orgullosa. Paseó su mirada saltando de cabeza en cabeza y se detuvo un momento en una en particular, de pelo negro y canas incipientes. El director de la universidad poseía una barba densa y blanca, acaso sólo salpicada por algunas apagadas pinceladas de lo que antes fuera negro. Unas pobladas cejas le coronaban los ojos, defendidos por un par de lentes delgadas y circulares. Tenía las manos juntas, sobre el regazo y los dedos entrelazados y jugueteaba con los pulgares. Manuela sonrió hacia sus adentros al ver el aspecto algo desaliñado de su vestuario, claramente puesto a toda prisa y sin prestar atención. Desde aquella posición elevada reparó en que empezaban a aparecer los primeros signos de calvicie en su coronilla. “Siempre tan preocupado”, pensó.

Se quedó un rato mirándolo, esperando su aprobación. Entonces, el director movió apenas su cabeza de manera afirmativa, a lo que la doctora Gracia respondió con el mismo ademán. La doctora levantó la vista, como si quisiera mirar más allá del final de la sala, y habló hacia el micrófono:

- “Después de varias décadas comprendiendo la descomposición molecular, descifrando las poco intuitivas aunque sabias leyes de la mecánica cuántica, después de tanto esfuerzo, de tantas vidas dedicadas con afán, por fin hoy hemos conseguido dar un paso adelante. No es desmesurado considerar este avance a la altura de lo que supuso la invención del coche o el avión en nuestra manera de desplazarnos. Puedo imaginar la emoción de los hermanos Wright cuando vieron que su avión volaba y contemplaron las posibilidades de su invento. Creo haber sentido lo mismo.

Señores, señoras”- y aquí la doctora alzó un poco la voz- “les presento al primer viajante: ¡Laika!”.

Manuela señaló uno de los laterales del estrecho escenario, nada preparado para un evento de tal magnitud. Del lugar hacia donde apuntaba con el dedo apareció un joven muchacho trayendo de la mano, cual crío que acude a la escuela con su madre, una graciosa simia. El doctor Alejandro Villar no tenía pinta de dedicarse a tal profesión. Era bien parecido y tenía un aspecto impecable en su vestuario, ahora cubierto en su mayor parte por la bata. Pero, además, se notaba una piel cuidada, así como el cabello, suave y bien peinado. Su aspecto contrastaba con el del animal: una chimpancé de mediana edad, con una oscura pelambrera, aunque limpia, desgreñada y con enormes ojos.

A todo el público asistente le pareció adorable aquella simpática mona que venía con una mueca de sonrisa en su rostro. Algunas risas se escucharon, aliviando en parte el nerviosismo que se respiraba en la sala. El grácil animal se acercó al dispositivo, sorteando, con más habilidad que el joven doctor, los cables que inundaban todo el escenario hasta llegar al aparato. La máquina en cuestión era una especie de caja metálica de la altura de unos dos metros y con forma de huevo, cuyo interior, vacío en este momento, era claramente visible gracias a la enorme compuerta transparente que poseía en la parte delantera. Tres cables gruesos, revestidos de un plástico protector, rodeaban paralelamente toda la estructura de arriba abajo. El cable central podía ser conectado o desconectado para salvar la apertura de la compuerta. Además, una cajita con componentes electrónicos se situaban en uno de sus laterales, justamente donde todos los cables iban a parar. Y dos pares de bombonas contenedoras se repartían a los dos lados del aparato.

- “Venga, sube”- Alejandro ayudó al chimpancé a subir por la escalinata de apoyo colocada frente a la máquina. Laika estaba entrando por la compuerta delantera, que tenía el tamaño suficiente como para que entrase un hombre adulto corpulento. El doctor Villar cerró la abertura asegurándose de sellarla adecuadamente. Mientras, la doctora Gracia manipulaba los controladores de la cajita lateral con los circuitos. Cuando hubo terminado, cerró la tapa y miró a su ayudante. Éste hizo un gesto afirmativo con la cabeza y ella se dirigió de nuevo hacia el atril:

- “Colegas e invitados, les pido que presten atención a la otra cabina que tenemos al fondo de la sala”-. Al final de la habitación, detrás de la audiencia, se encontraba otro aparato igual que el que había en el escenario. La única diferencia con aquél era que éste se encontraba vacío mientras que el otro contenía ahora a la simia.

El público se dio la vuelta a tiempo para ver llegar corriendo al joven ayudante de Manuela. Alejandro alcanzó la cabina a trompicones. Cuando se hubo recompuesto, hizo una señal con el pulgar hacia arriba hacia la doctora y se puso a manipular la computadora que se encontraba allí mismo. Ésta cambió ligeramente el rostro, más serio ahora, y, con una voz que apenas pudo escuchar el público, dijo: “Bien, empecemos”.

La doctora sintió una tensión en el cuello cuando miró hacia el atril. Abrió su portátil y empezó a teclear rápidamente. Empezaba a notar los nervios. No quería mirar hacia ningún otro lado, ni siquiera al director, aunque estuviese apoyándola. A pesar de todas las pruebas previas, sabía que ésta era la importante. Había tenido que engañar un poco al decir que ya había probado el experimento con primates, aunque eso no era del todo cierto. Tan sólo había realizado pruebas con éxito usando pequeños roedores. Después de tantos años de trabajo, en medio de una crisis económica global y con los escasos fondos de su universidad, era hora de darle un empujoncito al proyecto. Al fin y al cabo, sólo se había saltado un paso en la cadena normal de experimentos y, aunque resultase positivo el que ahora iba a realizar, todavía quedarían muchas pruebas hasta que les dejasen probarlo con humanos. Tan sólo había que conseguir financiación para asegurar el éxito de tanto esfuerzo.

La sala estaba en ciernes y la tensión crecía en el ambiente. Algunos se miraban entre sí, perplejos, otros no podían dejar de mirar a la simia y el resto no sabía dónde debía mirar, si a la cabina con la chimpancé o a la que estaba vacía. Lo que sí hacían todos era callar. Tan sólo se oían el golpear de las teclas del ordenador de Manuela, a veces una tos forzada que se diluía en el rumor del silencio o el crujir de una silla, perdida en la multitud, de alguien que se movía por los nervios.

El joven doctor sí sabía dónde mirar. Una vez hubo terminado los ajustes en su ordenador, clavó sus ojos en Manuela. De arriba abajo la repasaba, como otras tantas veces: la media melena rubia, la cara alargada con barbilla puntiaguda, la nariz prominente aunque no desproporcionada, los ojos celestes y el cuerpo menudo. La admiraba, quería llegar a tener su sabiduría, aprender todo lo que pudiese mientras trabaja a su lado, pero estaba preocupado por el estrés que llevaba soportando las últimas semanas. La conocía bien, la había estado observando durante muchas horas, la había estudiado a fondo y era capaz de apreciar cualquier cambio en su impasible rostro. Él sí notó la tensión de aquel momento. Los ojos de Alejandro percibieron con toda claridad el entrecejo arrugado de Manuela, la voz casi inaudible de sus últimas palabras y el errático golpeo de las teclas de su computadora. “No es nada, todo saldrá bien. Hoy por fin podrá descansar.”- se dijo a sí mismo para tranquilizarse.

La doctora Gracia dejó de teclear de pronto, como si hubiese ocurrido algún imprevisto. Levantó la mirada y, dirigiéndose a la sala, proclamó, con una mezcla de seguridad y fragilidad en sus palabras: “Señoras, señores, agárrense los pantalones”. El doctor Villar no pudo evitar reírse, casi incluso antes de que ella terminase su oración, como previendo el final. Ella apretó un botón de su computadora.

La cabina donde se encontraba Laika empezó a emitir un zumbido como el de los cables de corriente eléctrica, que fue creciendo a medida que pasaban los segundos. Excepto eso, nada parecía moverse, cambiar o brillar. Sólo el interior de la cabina estaba iluminado, pero era una luz apagada por las lámparas del exterior que daban luz a todo el salón. Ni siquiera Laika parecía darse cuenta de lo que estaba ocurriendo o, tal vez, ya estaba acostumbrada. El sonido seguía creciendo y volviéndose más agudo. Pero, justo cuando empezaba a ser molesto, algo ocurrió. De pronto, el cuerpo de la chimpancé brilló por un momento, como un resplandor cegador muy localizado y, acto seguido, ya no estaba.

El zumbido cesó. Todo quedó quieto, nadie movió un músculo. Manuela miró fijamente al público, algo preocupada. El silencio parecía haber sustituido a aquel enojoso sonido, no sólo ocupando su espacio, sino sisando su irritabilidad. El tiempo quedó suspendido por un segundo, una sensación de parálisis recorrió la sala y Manuela sintió que un escalofrío le rondaba la nuca.

Pero pronto la audiencia reaccionó, unos mirando de un lado a otro, otros comentando lo que habían visto. El murmullo creció en la sala hasta que de repente, uno tras otros, como movidos por una intuición telepática, se dieron la vuelta y hallaron, para su sorpresa, a la chimpancé, a Laika, enterita, en la cabina que Alejandro vigilaba.
El murmullo se transformó en bullicio. Manuela sonrió al ver la reacción del público y miró cómo su ayudante sacaba a la mona de su momentánea celda metálica. Laika parecía encontrarse en perfecto estado.

Todo el mundo estaba de pié. El rumor de los comentarios y suspiros de incredulidad se extendía por toda la sala. Muchos se acercaron a la protagonista, la simia; querían tocarla, no con ánimo de acariciarla, sino de comprobar que era real, de carne y hueso; tal vez fuese una máquina o un maniquí. Los profesionales del campo analizaban con el que tenían al lado o en pequeños grupos la situación: miraban primero a una cabina y después a la otra, repasaban los acontecimientos, estudiaban la sala, sus accesos, dónde se encontraban cada uno de los elementos que estaban allí, a la chimpancé, sus características, se preguntaban si habían pasado por alto algún detalle, si todo aquello no era más que un truco. Por su parte, los no expertos no cabían en sí de gozo, se tiraban de los pelos, se frotaban las manos, parecían delirar y sacaban talonarios que firmaban antes de escribir ninguna cantidad en ellos.

Los primeros abordaron a la doctora Gracia con preguntas de todo tipo, intentando comprender cómo lo habría conseguido. Los segundos se abalanzaron sobre Carlos, el director de aquella humilde universidad, que veía cómo su salvación estaba más cerca que nunca. Hubo un cruce de miradas. Carlos miró a Manuela con una sonrisa espléndida, que ésta devolvió con generosidad. Manuela buscó luego a Alejandro. Éste no le había quitado ojo en toda la prueba, salvo para estrechar manos de enhorabuena y para tratar de mantener calmada a Laika, que parecía agobiarse con tanta gente alrededor y estaba más revoltosa de lo normal. Hubo una sonrisa de complicidad entre los dos, de gracias y de satisfacción. Ambos respiraban, por fin, tranquilos.

Manuela se dispuso a bajar del escenario para acercarse más a la gente y poder responder a aquéllos que se le acercaban. El escándalo era ya demasiado alto como para oír las preguntas que le formulaban y, cuando conseguía entenderlas, sus respuestas no llegaban a oírse desde lo alto de la tarima. Así, atravesó el escenario en dirección a las escaleras, que estaban en el lado opuesto. Al pasar al lado de la cabina desde donde Laika había iniciado su viaje, la doctora comprobó rápidamente que ésta estaba fría y desconectó los cables de alimentación. Mientras hacía esto, reparó en que en el suelo de la cabina había una especie de polvo blanquecino, más claro que la ceniza y mucho más fino. Al montar el aparato, no recordaba haber visto tal cosa. Es posible que sólo fuera polvo, algo que había venido dentro de las cajas en las que transportaron el equipo o quizás limaduras del metal que se soltaron al fijar los tornillos. No parecía tener importancia, pero como era una mujer precavida, abrió la compuerta de la cabina, se agachó, recogió el polvillo como pudo y lo guardó en un pañuelo, que fue a parar, bien doblado, al bolsillo de su bata.

No le dio más vueltas, era momento de disfrutar el éxito, el reconocimiento. Se volvió, bajó por las escaleras para charlar con sus colegas y se dispuso a recibir las felicitaciones.


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