El diario de ana - Te doy mi palabra… - Ana L. C.- Febrero 2012



El diario de ana
Te doy mi palabra
Ana L. C.- Febrero 2012 

“S’ha mort el tío Manel… Demá farem el funeral… Víndràs?” 

“Sí, abuela, claro que iré.” Cuando colgué el teléfono no tuve ninguna sensación especial. Mi tío Manel, el hermano mayor de mi abuela Carmen, un anciano que rondaba los cien años, era un hombre peculiar, extraño, imprevisible… Vivía solo desde que murió su esposa y, desde entonces, no dijo ni una palabra… como si estuviese mudo… pero todos sabíamos que eso no era así. Había en él un aura de misterio a su alrededor y rara vez sonreía, mostrando siempre un gesto como de tristeza o abatimiento en su rostro enjuto. Cuando le hablabas, te miraba fijamente con sus ojos castaños ahogados en la desolación y tenías que desviar la mirada para que no te llenase de una ansiedad que crecía y crecía dentro de una y amenazaba con dejarte sin aire… Cuando iba al pueblo y él estaba en casa de mi abuela, yo intentaba evitarlo porque me hacía sentir incómoda. Pero yo sabía que a mi abuela la haría ilusión tener a sus hijos y sus nietos a su lado en un momento como aquel.

Sin embargo mi tío Manel no había sido siempre así, pues tenía fama entre los vecinos de mujeriego y vividor, había recorrido medio mundo, había derrochado una buena suma de dinero y había conocido mujeres de, por lo menos, tres continentes… Era bastante irresponsable y muy poco cumplidor, sin embargo su frase preferida parecía una promesa de lo contrario que luego nunca cumplía: “Te doy mi palabra…"  

Cuentan que, cuando tenía veinticinco años, y era un hombretón bien parecido, simpático, divertido y con muy poca vergüenza, dejó embarazada a una jovencita de Castellón a la cual le dijo con voz segura: “No te preocupes, te doy mi palabra de que me casaré contigo y cuidaré del niño.” Esa misma noche desapareció de su casa y no tuvieron noticias de él hasta cinco meses más tarde en forma de una misiva con matasellos de Argentina en la que les informaba de que se encontraba bien, que se había enrolado en un buque carguero que hacía la ruta de España a Sudamérica y viceversa y la concluía con la frase dirigida a sus atribulados padres: “Os doy mi palabra de que cuando vuelva, cumpliré con todas mis obligaciones.”  

Se podía haber ahorrado esa promesa, la cual jamás cumplió, pues cuando volvió, cinco años después, llegó casado y sin un céntimo, si hubiese sabido que, a los tres meses de partir, la muchachita castellonense sufrió unas fuertes fiebres que le costaron el hijo y casi la vida a ella misma. 

A su regreso, acompañado de una impresionante mujer de carnes prietas y abundantes de un color como de chocolate y aroma como de canela y caña de azúcar, la presentó como su esposa y pidió a mis bisabuelos la Masía de la Fuente y las tierras aledañas, añadiendo: “Os doy mi palabra de que las trabajaré y me ganaré la vida honradamente.” 

Al paso de los meses, las tierras estaban cada vez más abundantes en arbustos y malas hierbas, mientras que la casa se veía cada día más arreglada y brillante, sobre todo por las bombillitas que colgaban del balcón central hasta la puerta y porque, de la noche a la mañana, se llenó de unas exuberantes primas en cuyas pieles se contenía toda la gama de marrones y todos los aromas del Caribe cubano. Y el camino que llevaba a la Masía se fue haciendo muy transitado, no sólo por los hombres del pueblo, sino por los venidos de los pueblos vecinos y algo más alejados. Y llegaban atraídos por las promesas de placeres exóticos, por la variedad de licores, jamás visto por aquellas latitudes, y por la afición a jugarse los cuartos en las mesas de timba que todas las noches se montaban.

Dicen que, ante estos hechos, mi bisabuela no pudo aguantar tanta vergüenza y decidió dejar este valle de lágrimas una noche de mayo. Mi bisabuelo, desesperado, agarró la escopeta y quiso salir al monte para dar cuenta de la buena pieza del hijo y aquí habría acabado esta historia si no fuera por que las dos hermanas, mi abuela Carmen y mi tía Fina, ayudadas de sus novios, lo agarraron al vuelo y lo encerraron en la habitación hasta que se le pasaran los malos instintos. 

Llegó al entierro de su madre y mi tío Manel, vestido como correspondía a los buenos caciques alfonsinos y acompañado de su fructífera esposa quien, embutida en un largo traje negro, como correspondía a tal evento, daba la sensación de ser una sombra siniestra, lloró con sinceridad innegable ante el ataúd de la malograda mujer y aseguró ante las miradas recriminatorias de todos: “Os doy mi palabra, por la memoria de mi madre, que voy a cambiar.” 

Y así lo hizo, pues a no tardar ni quince días, llegó una orquesta de Valencia para inaugurar la nueva sala de baile que había añadido a la ya próspera masía para deleite de jóvenes y viejos y que cambiaría por completo la imagen de la comarca y daría tema inagotable a los púlpitos de las iglesias, aunque algún párroco, guardando la perceptiva sotana, se arrimó por la fábrica de pecado llevado de una insana curiosidad.

 Pasando lo años, la rosa negra, quien tenía por nombre Irene, comenzó a marchitarse por fuera y a secarse por dentro y decidió que quería vivir como una señora ocupando la casa familiar que daba, y da, balcones a la plaza, dejando de lado aquella vida de perversión y desenfreno y para ello, y para derrotar cualquier resistencia de las virtuosas vecinas y el veneno de las lenguas afiladas, hizo una sustanciosa aportación a la iglesia del pueblo y ficho al cura para sus tertulias vespertinas, con derecho a merienda y copita de vino. Pero se dice que, en sus ratos libres, echaba cartas, leía manos y practicaba vudú por encargo… 

La Guerra tiempo hacía que había pasado y los nuevos dirigentes no veían muy bien los excesos de lujuria, por lo cual el negocio quedó en baile de los domingos y cine para los sábados… Pero eso no iba para mi tío quien comenzó su vía crucis particular visitando viudas, casadas y casaderas, lo cual hizo que Irene estallara, como parte agraviada, con su abundante verbo aderezado con acentos de La Habana y Santiago. Mi tío, como de costumbre, reconoció todos sus errores y dijo: “Te doy mi palabra, mi querida Irene, de que no volverá a ocurrir.”

 Pero la falta de memoria es culpable muchas veces de la ruptura de las buenas intenciones y, aquella misma noche, volvió a casa al amanecer, borracho, sin dinero y oliendo a hembra. 

Y así vivieron durante varios años, ella soportando las infidelidades y él dando la palabra en vano. Y ocurrió que Irene contrajo una de esas enfermedades que se saben definitivas y una tarde de invierno en la que el sol brillaba como de primavera, ella le llamó: “Manel, me muero.” Y Manel, con tristeza sincera, cogió sus manos frías y le besó los labios calientes. “Te doy mi palabra, Irene, que jamás te olvidaré.” Un dedo frío recorrió las espaldas de todos los asistentes, entre ellos mi abuela, preguntándose si sería capaz de no cumplir también aquella promesa… Pero, como si hubiese leído los pensamientos, Irene abrió los ojos y sonrió mostrando su blanca dentadura, y dijo con voz débil: “Esta vez lo cumplirás, Manel.”- Suspiró profundamente. – “Cada vez que dabas tu palabra y no la cumplías, te ibas quedando sin ellas. Ahora, cuando me muera, me las llevaré todas y te quedarás sin palabras y ya nunca más podrás hablar…” Sonrió con amor y, tras otro suspiro, se fue con el rayo de sol que acariciaba su mejilla. Desde aquel preciso instante, mi tío Manel jamás volvió a decir ni una sola palabra.

 Aunque debo corregirme, pues cuando llegamos al pueblo, mi abuela nos contó que pocos segundos antes de morir, mi tío habló. “¿Habló?” Preguntamos mi hermano y yo sorprendidos. “¿Y qué dijo?” Mi abuela nos miró con su pícara sonrisa y respondió: “Irene.”



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